Corcovado

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Ubicado en el extremo sur del territorio nacional, ahí donde en el mapa  figura una especie de caprichosa cabeza de caballo, está el Parque Nacional Corcovado, uno de los más maravillosos sitios preservado como enorme santuario para las futuras generaciones.

Acceder al Corcovado, otrora tierra de osados mineros, conjuga magia, aventura, navegar por el río Sierpe, de repente remontar las olas con todos los matices de una vía ancestral, es darle una suave caricia a los sentidos.

La Isla del Caño, kilómetros mar adentro reviste un misterio insondable, la observación de vestigios de culturas indígenas lanza cuestionamientos sin respuesta, si hoy es difícil acceder en embarcaciones de mediano calado, cómo se las agenciaron para llegar a este promontorio en la vastedad del océano.

En Sirena hay un espacioso albergue, carente de lujos, pero cálido, hospitalario, allí el personal se prodiga, los guarda parques adoban los alimentos con el cariño de quien goza de la compañía de los visitantes, ávidos de beber a grandes sorbos la exuberante naturaleza.

Temprano de la noche se apagan las mortecinas luces de la planta alimentada por la energía del sol, entonces la enorme casona acoge la tertulia, el lugar se convierte en especie de torre de babel por la diversidad de idiomas. Gentes de las más remotas geografías vienen a embriagarse de sonidos, olores, el silencio le abre paso a los más recónditos pensamientos.

Mar y selva conforman un paisaje sin igual, donde los animales son los reyes y los humanos los impávidos súbditos en esa suerte de reino natural.

Los primeros rayos del sol son precedidos por el chillar de monos araña, cariblancos, titiés o congos, el canto de las aves entona un concierto sin igual, dirigido por el plumaje multicolor de las lapas, mientras surcan el cielo a veces plomizo, a ratos de un celeste intenso, hermanado con el mar, cuyas playas recorren con señorío dantas o los grandes felinos que ahí moran.

Los enormes tiburones toro, amos, señores de la ensenada, desde la ribera se divisan imponentes, nadie los perturba en su santuario eterno.

Es poco el espacio para trazar al menos una tímida pincelada de Corcovado, faltan palabras para describir la sensación de plantarse a la raíz de un gigantesco árbol, cuyas enormes gambas semejan un infranqueable muro o simplemente refrescarse en una enorme poza, donde los peces juguetean con el visitante, mientras se recrea en las limpias aguas, ondeando en el paisaje su ancestral alma de niño.

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