Cuando nos matamos e irrespetamos: señal de una sociedad enferma

Costa Rica está cambiando, y no para bien. La violencia, que antes veíamos como ajena, hoy toca nuestras puertas sin pedir permiso. Las cifras de homicidios ya no son simples números en un reporte policial; son vidas perdidas, familias destrozadas y comunidades enteras paralizadas por el miedo. Pero más allá del crimen físico, hay otro tipo de violencia que también nos consume: el irrespeto cotidiano, las humillaciones en redes sociales, la agresividad en el trato diario, el desprecio al otro.
Vivimos en un país donde matar a alguien con una bala o con una palabra hiriente parece haberse vuelto normal. Y esa normalización es, quizás, el síntoma más alarmante de todos. ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿En qué momento dejamos de vernos como hermanos y comenzamos a tratarnos como enemigos?
El aumento sin precedentes de homicidios es un claro indicador de que algo está roto. Pero si bajamos la mirada de los titulares por un momento, también notamos que hay una ruptura profunda en el tejido social: padres que no saben cómo educar a sus hijos, jóvenes que se sienten sin rumbo ni propósito, figuras públicas que se insultan en lugar de debatir, y redes sociales convertidas en trincheras donde cualquiera dispara sin piedad.
Esto no es solo un problema de seguridad pública, es un reflejo de una decadencia ética y cultural. El respeto, ese valor que parecía innato en nuestra tradición democrática y pacífica, ha sido reemplazado por la burla, la intolerancia, la descalificación y el egoísmo. Ya no debatimos ideas; atacamos personas. Ya no discrepamos con argumentos; cancelamos al que piensa diferente.
Y lo más grave es que esta descomposición social no tiene color político, ni clase social, ni edad. Está en las aulas, en los hogares, en las comunidades virtuales, en los templos, en los partidos, en los medios. La violencia —física o simbólica— ha invadido cada espacio, y seguimos como si nada.
No basta con endurecer penas o aumentar policías. Necesitamos una recuperación profunda del alma colectiva. Una revolución cultural que devuelva a la familia su rol formador, a la educación su vocación humanista, a la política su sentido ético, y al ciudadano su responsabilidad con el bien común. La reconstrucción del respeto mutuo es tarea de todos: del Estado, sí, pero también del vecino, del líder comunitario, del pastor, del sacerdote, del docente, del periodista, del padre y la madre.
Si llegamos al punto de matarnos y destruirnos unos a otros, aunque sea con palabras, es porque ya dejamos de reconocernos como parte de la misma comunidad. Y si eso no nos alarma, entonces ya no solo estamos mal… estamos perdidos.
Costa Rica no puede seguir anestesiada. La violencia desatada no es una anécdota ni una estadística: es una advertencia. Si seguimos por este camino, dejaremos de ser una sociedad y nos convertiremos en una selva. Y en la selva, no gana el más justo, gana el más salvaje.
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